Un artículo de José Augusto García Navarro,
Presidente de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología (SEEG)

El pasado 3 de marzo falleció la primera persona afectada por coronavirus en Madrid: una mujer de 99 años, ingresada en el Servicio de Geriatría del Hospital Gregorio Marañón, que vivía en una residencia de mayores. Es éste un hecho que ha acabado convirtiéndose en muy importante. Porque reúne de forma gráfica tres detalles que no hay que olvidar: el culpable es el coronavirus, afecta más a personas mayores muy vulnerables (especialmente a las personas ingresadas en residencias) y no se ha negado la atención hospitalaria de alto nivel a ningún anciano vulnerable si se consideraba necesario.

Conviene recordar que aún no tenemos tratamiento curativo para esta enfermedad, por lo que sólo podíamos dar tratamiento de soporte y esperar que el paciente venciera la enfermedad, o bien tratamiento paliativo para personas en fase de final de vida. En el ejercicio habitual de la medicina y más en el tratamiento de personas mayores, siempre se han considerado todas las circunstancias individuales de cada paciente para tomar las decisiones más adecuadas sobre cómo y dónde atenderle. Por ejemplo, para una misma lesión coronaria en un paciente puede estar indicada la cirugía, en otro la colocación de un «stent» y en otro un tratamiento paliativo.

Tampoco hay que olvidar que las personas más afectadas por esta terrible epidemia en todo el mundo occidental son las personas mayores ingresadas en residencias. Los datos que está recogiendo el International Long term Care Policy Network revelan datos impactantes. De todos los muertos por COVID-19 el porcentaje en residencias de ancianos sobre el total de fallecidos es muy alto en todo el mundo: 82% en Canadá, 51 % en Francia, 58% en Noruega, 49% en Suecia, 40% en Estado Unidos o 30% (sólo confirmados por PCR) en España. Como se puede observar hablamos de países de alto nivel de desarrollo económico y social. La OMS estima que la mitad de las muertes por COVID-19 en Europa se han producido en ancianos ingresados en residencias.

Varios factores han influido en esta elevada mortalidad. Algunos de ellos son inherentes al medio residencial: muchas personas muy mayores, con patologías previas que además están en estrecho contacto entre ellos y con los trabajadores del centro. Y otros que han ocurrido en todo el entorno sanitario: falta de equipos de protección, falta de test diagnósticos y un número elevado de bajas entre los trabajadores en muchas ocasiones difíciles de suplir.

Esto es la primera pista para encontrar al culpable: no nos ha pasado nada diferente al resto del mundo occidental. Esta pandemia ha afectado principalmente a los ancianos ingresados en residencia. Lo ocurrido en España no ha sido diferente a lo ocurrido en nuestro entorno. Y esto no quiere decir adoptar una actitud complaciente sino ponerse rápido en acción para que no nos vuelva a ocurrir.

Que no se ha negado el ingreso hospitalario a los ancianos de la Comunidad de Madrid también lo dicen los datos: 10.300 residentes han sido trasladados desde su residencia a hospitales desde el 1 de marzo hasta el día 5 de junio (una media de 106 cada día); el día 6 de abril se alcanzó un pico de 206 traslados de residencias a hospitales; de los 2.226 pacientes ingresados en La Paz entre el 25 de febrero y el pasado 19 de abril, el 32% (709 personas) provenían de una residencia de mayores…y así en el resto de hospitales.

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Esta es la segunda pista: con estos datos no se puede sostener que los hospitales han dado la espalda a las personas mayores que viven en residencias. Duele escuchar afirmaciones del tipo: «se han prohibido las derivaciones», «se les han negado tratamientos», «se ha abandonado a las residencias», etc.

Además, la implicación de los Servicios de Geriatría madrileños en esta epidemia ha sido excepcionalmente elevada porque, a su labor en la asistencia hospitalaria de los pacientes mayores con COVID-19 ingresados en los hospitales, han añadido la puesta en marcha de la figura del «geriatra de enlace» para valorar la idoneidad del ingreso de los pacientes de residencias, siempre buscando el máximo beneficio y calidad de vida para cada persona. Un trabajo realizado durante 14 horas al día de lunes a domingo, al servicio de los más vulnerables.

El trabajo de los geriatras en las residencias de ancianos que disponen de ellos, que son sólo una minoría, también ha sido de una implicación y entrega excepcionales implementando tratamientos de soporte y paliativos según la valoración de cada residente.

Y esta es la tercera pista para encontrar al culpable: no ha fallado el sistema de atención geriátrica instalado. Y si es así, ¿por qué se critica ahora este trabajo de forma tan beligerante si no lo avalan los datos ni las comparativas internacionales, y cuando los clínicos de hospitales y residencias han demostrado una altísima implicación?

En primer lugar porque todos intentan buscar un culpable, especialmente ahora que tenemos centenares de denuncias en los juzgados. Pero hay que recordar, a pesar de la dureza de la situación vivida, que hay un solo culpable: la enfermedad por coronavirus, la COVID-19.

En segundo lugar porque muchas residencias de mayores, que veían cómo se iba incrementando la complejidad de las personas atendidas se han preocupado por reforzar sus equipos médicos y de enfermería desde hace años y de forma voluntaria. La gran mayoría, en mi opinión, posiblemente no lo ha hecho porque no les obligaba la normativa. Habrá que reflexionar sobre este tema en el futuro.

En tercer lugar porque se ha malinterpretado el sentido de los protocolos y circuitos puestos en marcha, tergiversación realizada por grupos de interés variopintos. Y no han explicado la verdadera orientación de los mismos: dar la mejor atención en el entorno más adecuado a las personas mayores más vulnerables. Aun cuando estas decisiones no sean del agrado de todos.

Cuando a un residente se le ha intentado manejar en su residencia ha sido porque la derivación al hospital no le iba a proporcionar un beneficio en su pronóstico vital. Hay que recordar que en el periodo más virulento de la pandemia la situación de los hospitales era «de guerra»: hospitales que habiendo aumentado el número de camas en un 30% tenían más de 200 pacientes pendientes de una cama para ingresar en planta, esperando en los servicios de urgencia; unidades de cuidados intensivos que habiendo incrementado su capacidad en un 400% estaban tensionados al máximo para tener capacidad para atender a pacientes que muy probablemente se beneficiarían del tratamiento en ese tipo de unidades. Un entorno no adecuado a personas tan frágiles y tan dependientes, sin un beneficio para ellos.

Cuando a una persona con necesidades de cuidados paliativos se le ha tratado en una residencia es porque se entiende que su entorno habitual y sus cuidadores conocidos son los que les dispensarían la mejor atención, en un momento donde no podía acompañarles ni su familia. En estos casos el hospital no hubiese aportado ningún tratamiento curativo. Desgraciadamente ni a estas personas ni a nadie. Nadie sabe todavía cómo curarnos de este virus.

Afortunadamente los que han tomado decisiones clínicas en el día a día son geriatras en los hospitales y en las residencias que disponen de ellos. Y con el soporte de los equipos de atención primaria en las residencias que no disponen de geriatras. Y para todos ellos ha supuesto un ejercicio constante de habilidad clínica, comunicativa y ética. Siendo conscientes de que la enfermedad es terrible y no tiene tratamiento curativo y las personas que atienden son muy delicadas. Si se han detectado desviaciones en alguna actuación puntual se deben investigar, pero estoy seguro que es la excepción. Ya tenemos el culpable, que nos ha dejado un terrible encargo. El culpable, el único culpable es el coronavirus.

El encargo a corto plazo es ir pensando cómo montamos el plan de acción para el rebrote, si es que lo hay, del próximo otoño. Y, por el bien de todos nuestros mayores que viven en residencias, el plan de acción no puede ser hospitalizarlos a todos. Sino tratarlos a todos, dándoles lo qué necesitan en el lugar más adecuado, como se ha hecho.

Y el encargo a largo plazo es cómo integramos servicios sanitarios y sociales para que nadie vuelva a dudar nunca más de que se puede confiar en nuestro sistema. Y esto último necesita menos ruido y más reflexión, menos agresividad y más consenso. Y los cambios que sean necesarios. Hay que dar una respuesta decidida y responsable a nuestros mayores más vulnerables y a sus familias. Acorralemos y venzamos al verdadero culpable entre todos.