Un artículo de Andrés Navarro,
neuropsicólogo de la Fundación Alzheimer España (FAE)

Como profesional especializado en daño cerebral, y en concreto en enfermedades neurodegenerativas -como la enfermedad de Alzheimer-, he podido comprobar incesantemente cómo la intervención de una figura asistencial imprescindible se convierte en requisito para el bienestar de la persona atendida. Esta figura no es otra la de las enfermeras y enfermeros. Y si bien su potestad no tiene el alcance de influencia sobre la vida y la muerte que tiene, por ejemplo, la de un médico, algo casi tan importante como la misma vida sí que depende de estos sanitarios irreemplazables: ¿no es después de todo el bienestar lo que determina, para cada uno de nosotros, si la vida es más vida?

Y es que se trata de la más compleja de las labores, admirable sin concesiones, receptora de todos los calificativos que aludan a la trasversalidad, la multidisciplinariedad, la flexibilidad, la resistencia, la implicación, el cariño y, por supuesto, la más infinita paciencia. ¡Qué alivio saber -cuando tratar a un paciente se hace dificultoso, cuando surgen emergencias médicas, cuando interactuar con los familiares del enfermo requiere de más finura que tratar al propio enfermo- que del atolladero en el que nos encontramos una enfermera nos ayudará a salir extendiendo su cálida mano!

Nadie como el profesional de la enfermería conoce, en confianza y de primera mano, a los usuarios y pacientes; es con las enfermeras que estos establecen vínculos de proximidad, casi de filiación, y es a las enfermeras a quien, durante un proceso clínico agudo o en el día a día, suelen desear tener cerca.

Nadie como el profesional de la enfermería conoce, en confianza y de primera mano, a los usuarios y pacientes

Para nuestros mayores, tan azotados por la dejadez institucional, tan aturdidos por unos tiempos convulsos y difícilmente comprensibles, tan aislados del contacto social y, a veces, sin mucha posibilidad de compartir tiempo con sus familiares; para ellos, el tacto de los enfermeros -pues, en definitiva, son ellos quienes siendo el eslabón de unión entre la persona y su médico, y entre la persona y su familia, posan sus manos enmendadoras sobre las zonas dolientes del cuerpo- es un tacto casi celestial que les permite una comunión diaria con el ser humano, con la realidad de las cosas, y con su propia salud.

Para los neuropsicólogos como yo -y por extensión a los profesionales de la Psicología-, máxime cuando se trabaja en un contexto sociosanitario -como residencias, centros de rehabilitación, centros de día…-, la enfermera es el talismán posibilitador que facilita nuestra praxis; ¿quién acude al ser llamado para echar un vistazo a un paciente que se encuentra mal en mitad de una sesión? ¿Quién nos informa, en cariñosa confesión, del día tan bueno o tan malo que ha tenido el anciano y nos da pistas sobre cómo hablarle y tratarle? ¿Quién prepara al paciente institucionalizado con Alzheimer para recibir su terapia -higiene personal perfecta, escaras protegidas, medicación en orden-? Todas estas preguntas, e incontables más, apuntan siempre al mismo profesional.

Por ello, esta práctica profesional -que en estos momentos adopta un cariz de todavía mayor relevancia- debería disfrutar de un reconocimiento que va mucho más allá de los aplausos y los agradecimientos. Estar en primera línea de todo -ahora, en la trinchera de la COVID, pero desde siempre en todas partes- debería garantizar una retribución a la altura de las importancias -que no de las circunstancias, porque en todas ellas el arrojo es el mismo-, una consideración superlativa, y unas condiciones tan humanas como humano es el trato que emana de estos sanitarios.

Podría quizá aportar un minúsculo granito de arena a esta labor formidable, no tanto con elogios panegíricos, pero sí con una pequeña porción de mi saber hacer y saber decir que podría colaborar a que el desempeño de enfermeras y enfermeros -en lo que al trato con mayores y personas con demencia concierne- se torne si cabe más certero y, la espesa mar picada que toca recorrer, más navegable y sufrible; ha sido con cierta frecuencia que profesionales de la Enfermería se han acercado a mí en busca de claves para la comunicación y el manejo de personas con alteraciones conductuales derivadas de una demencia.

Cómo interpretar una conducta -si acaso merece el esfuerzo interpretarla-, cómo poner unos límites y abrir otros, cómo tomarse en lo personal cosas que se les hace o se les dice, cómo adaptar la comunicación a un lenguaje ya ajado y poco servible, … No está de más tratar de ofrecer alguna guía -tentativa y parcial, no obstante- que se arriesgue a allanar la dureza de los esfuerzos de las enfermeras. Y es por esto que -aun a riesgo de resultar insulso y escasamente útil para quien ya dispone del conocimiento y la experiencia- presento aquí algunas pautas básicas que, en lo que a personas mayores en general y personas con Alzheimer en particular respecta, persiguen viabilizar un contacto y una proxémica no siempre sencillos.

Así pues, no es atípica la circunstancia en que una persona mayor -especialmente cuando padece Alzheimer- deambula erráticamente durante un tiempo extenso, sin aparente objetivo ni destino, y presa de la desorientación. Si la conducta acaece en lugares inapropiados que puedan acarrear caídas o accidentes, el problema no tarda en emerger; algo que las propias enfermeras pueden hacer, o incluso transmitir educativamente a cuidadores y familiares, es generar un ambiente seguro y libre de riesgos para la persona mayor, permitir la deambulación si es segura y no concederle atención, reforzar positivamente cualquier otra conducta que sea diferente a la deambulación, adherirse lo máximo posible a rutinas diarias, y ayudar a la persona a orientarse espacial y temporalmente cuando surja la deambulación.

También se puede observar, en muchos mayores, el surgimiento de reacciones desproporcionadas ante estímulos o pensamientos que previamente resultaban más neutros mediante el catastrofismo. Los mayores que presentan algún tipo de merma cognitiva procesan más lentamente la información y muestran mayores impedimentos para reconocer estímulos e interpretar situaciones. En este caso, la prevención es la mejor estrategia -encontrar los antecedentes que causan la conducta y modificarlos en lo sucesivo-; pedir al familiar que simplifique las tareas puede también resultar de alivio. Nunca hay que olvidar, empero, que ha de relatarse con claridad los pormenores del momento -qué se está haciendo, a dónde se va., qué está ocurriendo, etc.-. 

Otra situación de particular dureza corresponde a la aparición, por parte del mayor con demencia, de nerviosismo, intranquilidad, excitación, o conductas repetitivas incontrolables. Todo esto se agrupa bajo el paraguas de la agitación, y revierte en una situación complicada cuando la agitación parece no obedecer a un fin y se sostiene en el tiempo. Baste mencionar que normalmente la agitación puede ser una expresión comportamental de estrés o de ansiedad, además de suponer, para algunas personas, una vía de salida de múltiples síntomas.

Aquello a lo que el enfermero debería atender primero es a potenciales problemas de salud del mayor, a su grado de comodidad, a los problemas comunicativos y físicos que le dificulten la interacción con su medio, a la posibilidad de cansancio o falta de sueño, o a un exceso de estimulación sonora o lumínica. Se hace aquí necesario reducir o eliminar la fuente de estrés -llevar a la persona a un ambiente confortable, mantener la calma, emplear música relajante, y no reforzar el comportamiento ni tratar de razonar acerca del mismo-.

La persona mayor que recibe los cuidados de Enfermería puede, también, presentar conductas vinculadas a la agresividad y el enfado; desde simples expresiones corporales hasta verdaderas agresiones físicas o verbales. Habría que pasar primero por un descarte médico (si la conducta puede o no deberse al consumo de fármacos o si existe alguna enfermedad o problema físico). Puesto que el sentimiento de frustración está detrás de una pléyade de conductas agresivas, se antoja aquí efectivo el fomento de la independencia y el mantenimiento de las rutinas diarias de acuerdo a objetivos realistas. Argumentar o razonar de poco suele servir -mejor exponer con simpleza y claridad-; recurrir a la no modificación de rutinas y a la realización de ejercicio físico para promover la necesidad de reposo es una acertada idea. Como lo es también ignorar esa agresividad y buscar alternativas incompatibles con esa manifestación conductual.

Por último, y para cerrar esta limitada relación de problemas conductuales y sus posibles abordajes, cabe mencionar los síntomas neuropsiquiátricos que algunas personas con demencia pueden exhibir; lo más comunes son los delirios, las alucinaciones y la suspicacia. De forma general, buscar la posible influencia o interacción de medicamentos, asegurarse de que se da un correcto descanso, hallar posibles necesidades no satisfechas, o evitar fuentes potentes de estimulación pueden ser de ayuda. Habrá que abstenerse de alimentar o reafirmar el síntoma, de enjuiciar, y siempre sin dejar de hablar y mirar a la persona de frente y con tranquilidad. La distracción atencional puede ser un buen aliado, y ayudar al mayor a anticiparse y reconocer a nuevas visitas puede reducir la ocurrencia de delirios.

Qué valientes los enfermeros y enfermeras; qué necesarios, y qué poco reconocidos. Que no nos falten nunca.