Un artículo de Manuel Sánchez Pérez,
Psiquiatra de Fundación Hospitalarias Martorell
Director de la Cátedra de Psicogeriatría de la Universidad Autónoma de Barcelona
Presidente de la Sociedad Española de Psicogeriatría (SEPG)
La forma en que se expresan los síntomas mentales es muy variada, en todas las edades. Estos síntomas pueden presentarse de forma aislada o agrupados en forma de síndromes (signos objetivos observables y síntomas subjetivos) o enfermedades concretas. La naturaleza subjetiva de muchos de los síntomas psicológicos y psiquiátricos, hace que su reconocimiento requiera de una exploración experta capaz de reconocerlos, calibrar su importancia clínica, orientar un pronóstico y proponer un tratamiento cuando resulte necesario.

En las edades extremas de la vida, la infancia y la vejez, la presentación de los síntomas psicopatológicos puede presentar mayores dificultades para su reconocimiento, dándose una mayor prevalencia de presentaciones atípicas que pueden dificultar el diagnóstico y, por tanto, retrasar el tratamiento.
Las personas de edad avanzada, en general, representan un grupo de población muy heterogéneo, mucho más de lo que suele considerarse. Múltiples factores biográficos, de salud o de condiciones psicosociales, producen perfiles personales muy diferentes entre las personas mayores.
Esta misma multiplicidad de variables puede afectar de manera importante a la forma en la que se manifiesta los trastornos mentales en estas edades, generando mayores índices de confusión o errores diagnósticos, produciendo el resultado de tratamientos equivocados o inexistentes que afectan ineludiblemente a su pronóstico. Con frecuencia, lo que no se hace -cuando debe hacerse- o lo que se hace mal, acaba teniendo consecuencias irreversibles en personas frágiles con margen estrecho de recuperación, en muchas ocasiones.
A la hora de valorar la psicopatología en una persona anciana, lo más frecuente es encontrarse ante un solapamiento de síntomas, de forma mucho más frecuente que en otras edades. Esta es una de las causas de las dificultades para el diagnóstico. Esta superposición de signos y síntomas mentales, suele darse por la alta probabilidad de presentar, al mismo tiempo y en proporción variable, síntomas del estado de ánimo (depresivos o eufóricos), síntomas cognitivos (afectación de la memoria, lenguaje o juicio), alteraciones del pensamiento (delirios) o de la precepción de los sentidos (alucinaciones), alteraciones del sueño o ansiedad, manifestaciones patológicas de la conducta, de la sexualidad o de la alimentación, etc.
De forma habitual, la alteración predominante en uno de estos grupos de síntomas se acompaña de síntomas de otros grupos. A esto hay que añadir los cambios mentales que pueden producirse por el efecto de otras enfermedades médicas concomitantes, crónicas o agudas y los cambios inducidos por los medicamentos utilizados para tratarlas. A esta mezcla de condiciones, mentales y orgánicas, hay que sumar el impacto, a veces determinante, de las condiciones sociales en la que se encuentra el paciente (no es lo mismo un paciente que vive solo del que nadie puede dar cuenta fiable de la cronología y evolución de los síntomas que presenta, que el que vive acompañado y cuidado por la familia).
En la práctica, resulta útil, al menos en una primera aproximación, agrupar los síntomas en torno a siete grandes síndromes psicogeriátricos para, en una segunda fase, intentar precisar mejor el diagnóstico: confusión, problemas de memoria, depresión, ansiedad, alteración del sueño, hipocondriasis y suspicacia.
A las dificultades inherentes a la complejidad de la clínica psicogeriátrica, cabe añadir dos sesgos frecuentes cuando nos acercamos a valorar un problema de salud mental en una persona mayor. El primero tiene que ver con la elevada frecuencia con la que los síntomas mentales que manifiesta un anciano son atribuidos a un proceso de deterioro cognitivo o demencia, en muchas ocasiones sin haber realizado la correspondiente valoración diagnóstica sobre la existencia de un trastorno neurocognitivo. A mayor edad, mayor probabilidad de que cualquier síntoma mental sea atribuido a una demencia.
El segundo, hace referencia a la tendencia a obviar o limitar un proceso de diagnóstico completo, motivado por la creencia de que esos síntomas son normales a estas edades o porque se considera que ya no vale la pena el esfuerzo diagnóstico ni terapéutico, en una actitud claramente nihilista. Ambos sesgos tienen una connotación claramente edadista o discriminativa en relación al cuidado de la salud mental de los mayores.
En definitiva, los procesos de diagnóstico y tratamiento para los problemas de salud mental en la edad avanzada, son tan complejos como necesaria la capacitación de profesionales expertos para atenderlos, por lo menos, con la misma competencia que se exige a los profesionales de la salud para cualquier grupo de edad.
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