Un artículo de Javier Mesas Fernández,
Director del Máster Universitario en Trabajo Social en el Ámbito Sanitario de la Universidad Internacional de Valencia (VIU)

Aunque el envejecimiento puede vivirse como una etapa de plenitud, autonomía y conexión con los demás, existen factores menos visibles que también lo atraviesan y que condicionan profundamente la experiencia vital. Determinados malestares sociales como la soledad no deseada, la exclusión relacional o la pérdida de sentido pueden cronificarse en la vejez, afectando al bienestar emocional, la salud percibida y la calidad de vida.

Comprender cómo se manifiestan y perpetúan estas enfermedades sociales crónicas es esencial no solo para los profesionales que acompañan, sino también para quienes envejecen y para la sociedad en su conjunto. Este será, precisamente, el objetivo del presente artículo.

geriatricarea  enfermedades sociales cronicas
La soledad no deseada, la exclusión relacional o la pérdida de sentido pueden llegar a ser enfermedades sociales crónicas en la vejez

La otra cronicidad

Cuando se habla de enfermedades crónicas en la vejez, lo habitual es pensar en dolencias físicas como la artrosis, la hipertensión o la diabetes. Sin embargo, existe una forma de sufrimiento persistente, silenciosa y menos visible que rara vez se recoge en los informes clínicos, pero que afecta de manera directa a la salud y al bienestar de muchas personas mayores. Se trata de lo que podríamos denominar enfermedades sociales crónicas: situaciones de soledad no deseada, pérdida de vínculos, invisibilidad o exclusión que se instalan en la vida cotidiana y que, lejos de ser transitorias, tienden a cronificarse con el tiempo.

La Organización Mundial de la Salud ha advertido del impacto que tienen factores como el aislamiento social en la salud global. La evidencia disponible los asocia a un mayor riesgo de deterioro cognitivo, depresión, hospitalizaciones recurrentes e incluso una menor esperanza de vida. Pero a diferencia de otras condiciones reconocidas clínicamente, estas formas de malestar no cuentan con un diagnóstico preciso ni con tratamientos protocolizados, lo que contribuye a su invisibilización tanto en el plano asistencial como en el social.

El problema no es solo de definición, sino de enfoque. La salud de las personas mayores no puede entenderse exclusivamente desde parámetros médicos. Los vínculos, el reconocimiento, el sentido de pertenencia y el acceso a una vida social significativa son elementos que también configuran la experiencia de envejecer. Ignorarlos supone dejar sin respuesta realidades que influyen directamente en la calidad de vida y en el modo en que cada persona transita esta etapa.

Trayectorias desiguales

La vejez no es una experiencia homogénea. Lejos de constituir una categoría biológica cerrada, el envejecimiento debe entenderse como el resultado de un proceso vital atravesado por múltiples factores sociales, económicos y culturales. Esto significa que, para muchas personas, la vejez no es el inicio de una vulnerabilidad, sino la continuidad de situaciones de exclusión que han acompañado su vida desde mucho antes.

La interseccionalidad constituye una herramienta clave para comprender cómo se entrelazan distintos ejes de desigualdad. Este enfoque permite analizar cómo factores como el género, la clase social, el origen étnico, la diversidad afectivo-sexual, la discapacidad o el territorio no actúan de manera aislada, sino que se entrecruzan y refuerzan, generando formas específicas de exclusión en la vejez.

Desde esta perspectiva, muchas de las enfermedades sociales crónicas que se observan en la población mayor no son únicamente el resultado de la edad, sino el desenlace de procesos de marginación o precariedad previos que se agravan con el paso del tiempo.

Es decir, el sufrimiento social no aparece en la vejez: se prolonga y se intensifica. Por lo tanto, envejecer no significa lo mismo para todas las personas. Algunas lo hacen desde el acompañamiento, la participación y el reconocimiento; otras desde el silencio, la dependencia y el olvido.

Nombrar lo invisible

Poner nombre a estas enfermedades sociales crónicas no es un ejercicio terminológico. Es un acto de reconocimiento. Lo que no se nombra, no existe. Y lo que no se visibiliza, no se transforma. No se trata de convertir en patología lo que es social, sino de dar valor a dimensiones del sufrimiento que siguen desatendidas en los marcos tradicionales de atención. La exclusión, la falta de escucha o la pérdida de rol no son condiciones “normales” de la vejez, sino indicadores de que algo no está funcionando en la forma en que acompañamos esta etapa.

Ampliar la mirada significa también revisar nuestras prácticas. Ir más allá de los protocolos para preguntarnos si quienes acompañamos se sienten vistos, escuchados y respetados. Porque lo esencial no siempre está en los síntomas, sino en el relato que los envuelve. Y porque muchas veces, el verdadero diagnóstico está en el silencio.

Envejecer en los márgenes no debería ser el destino de nadie. Y porque garantizar una vejez digna no puede ser una aspiración, debe ser un compromiso compartido.