Un artículo de Patricia Pazos Abeleira,
Terapeuta Ocupacional, Directora de la Residencia y Centro de día de Arteixo (A Coruña)

Durante demasiado tiempo, las residencias de personas mayores han convivido con una contradicción profunda: sujetar para “proteger”. Una práctica que se perpetuó más por inercia que por reflexión, más por comodidad que por evidencia. Hoy sabemos que las sujeciones físicas no previenen riesgos: los generan. No cuidan, limitan; no acompañan, vulneran. Mantenerlas sostiene un modelo que ya no se justifica ni científica, ni ética, ni humanamente.

Se han defendido durante años como herramientas de prevención. Sin embargo, la evidencia es contundente: no protegen, sino que dañan. Aumentan el riesgo de lesiones graves, aceleran la pérdida de movilidad, deterioran el bienestar emocional, fomentan la dependencia y pueden desencadenar complicaciones severas o incluso mortales.

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Las sujeciones no son solo recursos técnicos: afectan a derechos fundamentales como la libertad, la autonomía o la dignidad


Aun así, persisten, arrastradas por inercias y por la dificultad de implementar cambios: reorganizar turnos, adaptar espacios, formar equipos y asumir responsabilidades. No se mantienen por necesidad, sino por falta de valentía institucional para hacer lo correcto.

Durante décadas, se ha tenido la llave de todas las puertas de una residencia, pero se ha ignorado la más importante: la que abre la libertad de quienes viven en ella. Cuando no se utiliza, las personas no solo quedan sujetas a un cinturón o a una barandilla; quedan atrapadas en un sistema que decide por ellas. Ese control silencioso, casi invisible, puede ser tan dañino —o incluso más— que cualquier restricción física.

El uso de sujeciones refleja un modelo de cuidados basado en vigilancia, control y temor. Cuando la organización prioriza la comodidad operativa sobre la autonomía, las sujeciones se convierten en la “solución rápida”. Las personas mayores no son el problema; lo es un sistema que prefiere inmovilizar antes que comprender, asegurar el turno antes que respetar la libertad.

Las sujeciones no son solo recursos técnicos: afectan a derechos fundamentales como la libertad, la autonomía o la dignidad. En cualquier ámbito asistencial, una restricción física se considera una medida excepcional y justificada clínicamente. La edad o la situación cognitiva no pueden convertirse en una razón para normalizar intervenciones que, en otros contextos, serían incompatibles con un trato digno y respetuoso.

Uno de los argumentos más repetidos sostiene que “si se eliminan las sujeciones, habrá más caídas”. La investigación lo desmiente: los centros libres de sujeciones no presentan más lesiones; en muchos casos, menos. Lo que subyace es miedo: a incidentes, a reclamaciones, a asumir responsabilidades. Pero el miedo no puede justificar prácticas dañinas ni restringir la libertad de otros.

A veces, los profesionales parecen David frente a un Goliat: pequeños ante un sistema rígido y enorme. Sin embargo, dentro de la residencia también puede reproducirse la paradoja: convertirse inadvertidamente en ese Goliat. El poder desproporcionado permite decidir cuándo una persona se mueve, se sienta, se levanta o ejerce su autonomía cotidiana. Surge entonces una pregunta incómoda pero necesaria: ¿se está utilizando ese poder para proteger o para dominar? Reconocerlo es el primer paso hacia una ética renovada en los cuidados.

Eliminar las sujeciones implica transformar la cultura de cuidados. Requiere formación continua, reorganización de espacios y rutinas, observación clínica rigurosa, prevención activa, participación de las familias y un modelo que ponga la dignidad por encima de la comodidad del sistema. Los centros que han dado este paso demuestran que la libertad no aumenta el riesgo: lo reduce. Una persona activa, comprendida y acompañada está más segura que una persona inmovilizada.

Podrían colgarse todas las sujeciones en la verja como gesto simbólico. Pero ello no devolvería la funcionalidad, la autonomía ni la dignidad arrebatadas durante años. Ese es el verdadero coste de mantener prácticas dañinas: un daño que, aunque se intente reparar, ya estará hecho.

Cuidar no es sujetar: es acompañar. Acompañar no es controlar: es mirar a la persona, reconocer su historia, su valor y su derecho a decidir. Cuestionar inercias y recuperar la llave de la libertad permite descubrir algo esencial: esta no pone en riesgo a las personas mayores; les devuelve aquello que nunca debieron perder.

El cambio comienza en cada gesto, en cada turno, en cada decisión. Quizá no se pueda deshacer el daño del pasado, pero sí se puede elegir un futuro más digno. Porque, al final, la calidad de un cuidado se mide por la libertad que permite, no por la seguridad que impone.

Bibliografia

Capezuti, E., Brush, B., & Meleis, A. (2019). Restraint use in nursing homes: Risk, ethics, and alternatives. Geriatric Nursing, 40(2), 139–146. https://doi.org/10.1016/j.gerinurse.2018.08.012