Un artículo del Dr. Eloy Ortiz Cachero,
director de la Residencia Sierra del Cuera

Si consideramos el envejecimiento como una etapa vital caracterizada por la unicidad, la singularidad y la diversidad, podremos entender que las personas tenemos diferentes necesidades y distintos proyectos de vida, por lo que resulta imprescindible respetar la percepción subjetiva de cada ser humano. Efectivamente, no hay un vivir ideal, sino experiencias subjetivas de envejecer. Y sin embargo, nuestros modelos de atención se configuran en estructuras organizativas sustentadas en el principio de la uniformidad, sin darnos cuenta que no hay mayor injusticia que “tratar igual lo diferente”.

En evidente relación con lo expuesto, debemos proclamar un “NO” rotundo a los procedimientos perennes que se perpetúan en el tiempo, y para los que lo más importante es lo “cuantificable”, y en su lugar, contraponer modelos de atención que sean capaces de adaptarse a la singularidad de cada persona. No se trata de “derribar” el orden establecido, sino de revisar nuestras “reglas de oro” para transformar y re-construir. Precisamente, como somos conocedores que ninguna situación se repite, que cada momento reclama una respuesta diferente, el desempeño profesional se ha de dirigir a hacer bien lo que cada persona considera que es bueno para ella.

Cuando nos planteamos atender adecuadamente, no nos podemos conformar con no hacer daño (Principio de no maleficencia) y con evitar discriminaciones (Principio de justicia), sino que el punto de partida ha de ser el de reconocer a la persona como capaz y autónoma para gobernar su vida, y cuando esto no sea posible, esté representada desde su modo de ser propio. Ciertamente, el principio de autonomía nos aleja del modelo paternalista, que consiste en decidir por y sobre el otro sin el otro, o sin tomar en consideración al otro (lo hago por su bien, es lo mejor para usted…). El paternalismo deja de lado el principio de respeto a la autonomía y se “esconde” detrás del principio de beneficencia.

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Las residencias deben ser espacios de participación real para dar respuesta a las innumerables situaciones cambiantes que deben afrontar. En general, a las personas se les pregunta, pero no toman parte en las decisiones

Pero, la pregunta clave es: ¿el modelo de atención da respuestas a las demandas de cada persona? De entrada y como propuesta general, tenemos que aceptar la complejidad relacional en nuestros entonos organizativos. Es preciso estar atentos a las necesidades y demandas de la persona mayor y de su familia, pero también a las inquietudes de los/as profesionales, ya que sin ellos/as, sería imposible avanzar. Hablar desde el paradigma de la complejidad significa aceptar las incertidumbres, las indeterminaciones, lo cual nos exige re-hacer permanentemente. Así lo ratifica certeramente Patricia Mc Lagan, cuando escribe: “el peligro es que la obsesión por el proceso cause una miopía que no anime a las personas a poner a prueba las cosas que dan por supuestas y a embarcarse en pensamientos innovadores”

El pensamiento complejo se distancia de las soluciones simplistas, acercándose a la “apertura a todos los saberes”, desde la integración, la interrelación, la autonomía y la comunión en una filosofía de atención en la que la persona es lo importante. La complejidad implica contar con la ambigüedad, alejándose de las soluciones incuestionables. Lo complejo, decía Edgar Morin “es aquello que no puede ser simple, aquello que presenta distintas facetas que no pueden ser reducidas a una sola”.

Por todo ello, la pretensión ha de ser arrinconar la indiferenciación para dar paso a un talante cambiante que sea capaz de alterar el orden establecido en función de las expectativas de cada ser humano. Por tanto, el objetivo se dirige a articular los mecanismos que sean  precisos para poder ofrecer a la persona mayor la oportunidad de elegir su forma de vida. En definitiva, se han de adoptar todas las estrategias necesarias para evitar que la persona pierda el control sobre su existencia. Es evidente pues, que debemos alejarnos de procedimientos rígidos, encorsetados, estandarizados, uniformizantes y perennes para dar paso a intervenciones que favorezcan la “controlabilidad” del ser humano sobre todos y cada uno de los aspectos de su vida.

Procedamos entonces en consecuencia, evitando la “hipertrofia del poder” de la residencia que antepone los beneficios de la organización a los de las personas que en ella viven, además de la “enfermedad del profesional”, en referencia a los “delirios” de su saber (Bermejo, J.C.), porque como escribió Bertrand Russell, “todo conocimiento humano es incierto, inexacto y parcial”. De lo dicho se deduce, que resulta imprescindible incorporar a la persona en el proceso de atención, porque ese proceso es el suyo. Para alcanzar esta meta, resulta primordial cambiar la mirada para ser escépticos sobre nuestras formas de trabajar, críticos con nuestro marco de convivencia y humildes para reconocer que podemos mejorar.

Lo anteriormente expuesto, nos conmina a capacitarnos en actitudes y disposiciones éticas, posibilitando relaciones de simetría y decisión y voluntad de hacerlo. No es que dejemos de ser técnicos, lo que ocurre es que además de “saber” y “saber hacer”, tendremos que desarrollar actitudes y habilidades en la relación de ayuda, lo cual significa que nuestra profesionalidad se acentúa, se refuerza, se hace más cercana y eficaz.

Pues bien, una vez identificados los “por qués” de la necesidad de cambio se ha de pasar a la acción, o lo que es lo mismo, como decía Ortega, “de los pensamientos a los hechos”. Y entonces, ¿qué vamos a hacer? En primer lugar, resultará fundamental cuestionar el presente. Es este el momento en el que tendremos que preguntarnos si lo que hacemos, lo hacemos bien. Es también la situación en la cual se han de poner todos los medios para que el/la profesional alcance el estado de motivación suficiente para poder acometer las transformaciones que sean necesarias. En segundo lugar, y para poder alcanzar el “escenario deseado” será condición sine qua non dar valor al aprendizaje y la formación continuada, para finalmente, poner en marcha los acuerdos adoptados y evaluar los resultados.

La experiencia nos demuestra que des-aprender hábitos perpetuados durante mucho tiempo genera desasosiego. Abandonar el camino conocido para atravesar por campos de inseguridad no es fácil. Desde luego, renunciar a lo que entendemos como inequívoco para abrazar la incertidumbre nos hace, en algunas ocasiones, mirar para otro lado. Está claro, que el cuestionamiento del momento presente de la organización en la que trabajamos y el chequeo de nuestras intervenciones requiere coraje, determinación y persistencia, pero también humildad y mucha, mucha emoción.

En nuestros esquemas organizativos, cada profesional tiene asignado un rol, es decir, “el conjunto de conductas y actitudes que se esperan de la persona que ocupa un puesto de trabajo”. Sabemos que en el modelo tradicional, lo que se pretende es el escrupuloso cumplimiento de la tarea. Es muy frecuente, que lo urgente (la tarea) no deje tiempo para lo importante (la relación). Es este un modelo de atención en el que el “yo” de la organización prevalece sobre cualquier otra cuestión. Pienso que el/la profesional se quema no por lo que tiene que hacer, sino por no disponer de las herramientas necesarias para dar cumplida respuesta a las diferentes situaciones con las que se encuentra.

Debemos apostar pues, por una forma de entender la relación a través de una nueva cultura organizativa que abrace la empatía, la aceptación incondicional, la autenticidad, la flexibilidad, la interdisciplinariedad, la horizontalidad, la implicación, el compromiso y la generosidad. Resulta pues irrebatible, que el modelo por el que trabajamos requiere una mayor cualificación en las competencias denominadas “blandas”, lo que desde mi punto de vista entronca directamente con la humanización en la atención.

Pero, claro está, llevar a la práctica estas intenciones y propósitos no es cometido fácil. El conformismo y la inseguridad suelen dar lugar a resistencias difíciles de manejar. Entonces, ante esta realidad, ¿cómo debemos actuar? Me parece que para hacer frente al desacuerdo y a la oposición pueden ser de gran utilidad la sensibilización, la información/comunicación, la formación y la participación. De esta manera, se va a promover el sentimiento de pertenencia y de utilidad, además de fomentar la creatividad y potenciar la autonomía de las/os profesionales. Sin olvidar, que las resistencias deben ser expresadas y abordadas desde el diálogo constructivo.

Las residencias deben ser espacios de participación real

Con ello, lo que pretendo decir es que considero irrenunciable apostar por espacios de participación real. Participar significa “tomar parte en algo”, y ello posibilita poder de influencia, así como agrupar el potencial de talento para aproximarnos desde la deliberación a las soluciones más prudentes. Esta cuestión, resulta de gran importancia si tenemos en cuenta las innumerables situaciones cambiantes a las que hemos de dar respuesta. En fin, que un cambio que no cuente con los/as profesionales, a la larga no va a ser sostenible. Pero, ¿cuánta influencia real tienen los/as profesionales en los cambios organizativos? Creo que lo que sucede es a lo que la profesora Clarisa Ramos denomina “secuestro conceptual”, es decir, a las personas se les pregunta, pero en general, no toman parte en las decisiones.

Modificar maneras de hacer requiere ejercitar “pedagogía”, diría más, “pedagogía infinita”, es decir, explicar y volver a explicar, seguir explicando para expresar con claridad que todo es mejorable, para vencer el miedo y la resistencia y, por supuesto, para dejar la puerta abierta de par en par al talento y a la consiguiente generación de alternativas. Sabemos que las organizaciones más avanzadas aprenden continuamente de sus propias experiencias y de las de los demás y también del tratamiento de los errores desde la asunción y el firme compromiso de modificar el resultado negativo. No obstante, no debemos olvidar la singularidad del ser humano, y en relación a ello, tenemos que entender e interiorizar que los desafíos van a ser permanentes.

En consecuencia, deberemos trabajar incansablemente para mantener la motivación, para vencer los retos pendientes, para revisar continuamente los procesos y así poder mejorarlos y, cómo no, para reforzar en el pensamiento de la organización los logros alcanzados. Como acertadamente señala Teresa Martínez, ello exige un “Plus de profesionalidad”. Otro aspecto básico y necesario para alcanzar ese cambio de modelo que tanto ansiamos, es que el/la profesional sienta, perciba muy cerca el apoyo de la dirección. La motivación e implicación del equipo debe contar con el firme y decidido compromiso de las personas encargadas de liderar las organizaciones.

No resulta fácil liberarse de la tendencia a llevar al ayudado al propio “corral” del ayudante. En el fondo, corremos el peligro de no acompañar a las personas a ser ellas mismas. Pasemos de la comodidad de la rutina en los procesos de ayuda a la responsabilidad ética. Para ello, hemos de reformular las relaciones de poder, considerando al otro no como beneficiario de una ayuda, sino como responsable y autor de sus acciones, en definitiva, de su vida. Nuestra tarea como profesionales no ha de ser procurar el mayor beneficio posible tal y como nosotros lo entendemos, independientemente de lo que opine la persona mayor, sino ayudarle a descubrir y decidir qué es lo que le parece más beneficioso para sí mismo.

Pero, realmente, el cambio de modelo ¿es posible? La respuesta es ¿Y por qué no? Como señala el movimiento para el cambio de cultura en las residencias de Estados Unidos, muchos de los “noes” que se dicen en nuestras residencias, esto no es posible, esto no se puede hacer, no resisten a la pregunta ¿Y por qué no? Escribía el escritor William Ward que “el pesimistas se queja del viento, el optimista espera que cambie y el realista ajusta las velas”. Pues ya sólo nos queda, como reza el dicho bantú: “encender el fuego, reunir a la tribu, contar nuestros proyectos y predicar con el ejemplo”.